Santa Gertrudis la Magna

¿Quién es Santa Gertrudis? De la mano de Benedicto XVI, te la presentamos: 

Ella nace el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada ni de sus padres ni del lugar de su nacimiento. A los cinco años de edad, en 1261, entra en el monasterio, como era habitual en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su existencia, de la cual ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la previno con longánima paciencia e infinita misericordia, olvidando los años de la infancia, la adolescencia y la juventud, transcurridos «en tal ofuscamiento de la mente que habría sido capaz (…) de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me hubiese gustado y donde hubiera podido, si tú no me hubieses prevenido, tanto con un horror innato del mal y una inclinación natural por el bien, como con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana (…) y esto aunque tú quisiste que desde la infancia, es decir, desde que yo tenía cinco años, habitara en el santuario bendito de la religión para que allí me educaran entre tus amigos más devotos» (ib., II, 23, 140 s).

Gertrudis es una estudiante extraordinaria; aprende todo lo que se puede aprender de las ciencias del trivio y del cuadrivio, la formación de su tiempo; se siente fascinada por el saber y se entrega al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de cualquier expectativa. Si bien no sabemos nada de sus orígenes, ella nos dice mucho de sus pasiones juveniles: la cautivan la literatura, la música y el canto, así como el arte de la miniatura; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; con frecuencia dice que es negligente; reconoce sus defectos y pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejo y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, tanto que asombran a algunas personas que se preguntan cómo podía sentir preferencia por ella el Señor.

De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280 comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, por la noche, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando —¡ay de mí!— el nombre y el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación» (ib., II, 1, p. 87). Tiene la visión de un joven que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos los actos de acusación de nuestros enemigos» (ib., II, 1, p. 89), reconoce a Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos —Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen— incluso cuando no podía acudir al coro por estar enferma. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más sencillos y claros, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular «conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. «De gramática se convierte en teóloga, con la incansable y atenta lectura de todos los libros sagrados que podía tener o procurarse, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre lista alguna palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien venía a consultarla, junto con los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión equivocada y cerrar la boca a sus opositores» (ib., I, 1, p. 25).

Gertrudis transforma todo eso en apostolado: se dedica a escribir y divulgar la verdad de fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta tal punto que era útil y grata a los teólogos y a las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, entre otras razones por las vicisitudes que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del Heraldo del amor divino o Las revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales, una rara joya de la literatura mística espiritual.

En la observancia religiosa —dice su biógrafa— nuestra santa es «una sólida columna (…), firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad» (ib., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien se encuentra con ella la conciencia de estar en presencia del Señor. Y, de hecho, Dios mismo le hace comprender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. Gertrudis se siente indigna de este inmenso tesoro divino y confiesa que no lo ha custodiado y valorizado. Exclama: «¡Ay de mí! Si tú me hubieses dado por tu recuerdo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría tenido que mirarlo con mayor respeto y reverencia de la que he tenido por estos dones tuyos» (ib., II, 5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, se adhiere a la voluntad de Dios, «porque —afirma— he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que se me hayan dado para mí sola, al no poder nadie frustrar tu eterna sabiduría. Haz, pues, oh Dador de todo bien que me has otorgado gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva al pensar que el celo de las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón» (Ib., II, 5, p. 100 s).

Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste, como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu divinidad que es tu Corazón divino (…). A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría encomendar a su propia madre a su amada esposa» (Ib., ii, 23, p. 145).

Orientada hacia la comunión sin fin, concluye su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 ó 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén» (Ejercicios, Milán 2006, p. 148).


Novena a Santa Gertrudis

Desde finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, la fiesta y novena de Santa Gertrudis ya se celebraba en nuestro monasterio hasta el día de hoy, y la rica imaginería sobre Santa Gertrudis revelan el gran afecto y devoción que las monjas le han tenido y que sucesivamente, de generación a generación, se han ido transmitiendo.

Un gran impulsor de la devoción a Santa Getrudis en el monasterio sevillano fue D. Franco Caravallo Tinoco, quien fuera capellán del monasterio de San Clemente por espacio de 49 años. En su lápida sepulcral se dice que gracias a él y a sus costas se celebró por primera vez la fiesta y novena de Santa Gertrudis.

El monasterio conserva el retablo “desmontable”, compuesto de varios fanales. Se trata de una obra artística de extraordinario valor y única en el mundo
por su avanzada realización y originalidad. Contiene la representación en miniatura de distintos momentos de la vida de Gertrudis perfectamente
ambientada en el contexto monástico, en los lugares regulares y en compañía de sus hermanas. Los materiales utilizados son: madera, pan de oro, barro, pigmento al aceite, tela encolada, papel tallado, ensamble, técnica de dorado estofado y policromado. Todo ello, en estilo rococó, mueve a la piedad y a la sorpresa. 

Santa Gertrudis ante el árbol de la vida y Cristo el Señor

“Al día siguiente, durante la misa, en el momento de la elevación de la hostia, una especie de somnolencia disminuía su atención y devoción. Pero el sonido de la campanilla la despabiló repentinamente y entonces vio al Señor Jesús Rey (cf. Is 6,5), que tenía en sus manos un árbol cortado a ras de suelo, pero cuajado de magníficos frutos; cada una de sus hojas emitía, a manera de estrellas, rayos de maravilloso resplandor. El Señor sacudió este árbol en medio de la corte celestial y todos gozaron extraordinariamente de sus frutos. Pero poco después el Señor depositó este árbol en su corazón, como en medio de un jardín, a fin de que ella trabajase para acrecentar sus frutos (cf. Gen 2), reposase bajo su sombra y de él reparase sus fuerzas. Tan pronto como lo tuvo plantado en su corazón, empezó, con el fin de acrecentar sus frutos, a orar por una persona que la había disgustado muy pocos momentos antes, ofreciéndose a sufrir de nuevo el dolor profundo que poco antes había sentido, para que le fuese otorgada más copiosamente la gracia de Dios.
Mientras pedía esto, vio en lo más alto del árbol una flor de un color agradabilísimo que llegaría a dar fruto si ponía por obra su buena voluntad. Este árbol simbolizaba pues la caridad, la cual no sólo abunda en frutos de buenas obras, sino también en flores de buenos deseos y aun en relucientes hojas de santos pensamientos. Por eso, los ciudadanos del cielo experimentan una gran alegría cuando un hombre se inclina hacia otro hombre y se esfuerza en aliviar, en la medida que le es posible, las necesidades del prójimo” (El Mensajero de la Ternura Divina III, cap. 15).

Gozosa inhabitación del Señor

“Entre la Pascua y la Ascensión, antes de la hora Sexta, entré en el Claustro y sentándome junto a la fuente, contemplaba la frescura de aquel lugar tan deleitoso para mí: El agua cristalina, la frondosidad de los árboles, el revolotear de las aves, la libertad de las palomas, y la soledad del lugar. Pensaba en mi interior, ¿qué más podría desear para que las delicias de aquel lugar fueran totalmente perfectas? Y, traté de pensar en algún querido, inteligente y afable amigo que viniera a consolar mis soledades. Entonces, tú mi Dios, creador de todas las delicias, me hiciste entender que si igual que las aguas, yo volviese a Ti, con el torrente de gracias que tú me das; si o, como los árboles, volviese a Ti con agradecimiento. Con hojas y flores de amor y de servicio; o que si igual que la paloma volviese a Ti despreciando todo lo terreno y me elevase a realidades celestes, cerrando los sentidos y ocupándome solo de Ti, ... entonces, ¡nada me faltaría! y así, Tú podrías hacer morada en mí. Ocupado mi pensamiento en estas cosas, antes de acostarme, orando de ro- dillas, me vino a la memoria este pasaje del Evangelio: “Si alguno me ama, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn 14,23). Inmediatamente mi corazón de barro sintió tu venida y tu presencia” (El Mensajero de la Ternura Divina II, cap.  2).

Muerte dichosa de M. (Santa Matilde)

“Estaba nuestra devota cantora M. Matilde enferma de muerte, llena de buenas obras y de Dios, y un mes apenas antes de su muerte, estando ya en cama, comenzó según lo tenía por devoción, los ejercicios de la muerte que Gertrudis había compuesto.
Un Domingo en que la enferma encomendara a la misericordia divina por la recepción del sacratísimo Cuerpo y Sangre de Cristo la última hora de su vida, rogando Gertrudis por ella, conoció en espíritu que el Señor con su divino poder atrajo a sí el alma de la enferma, y un rato después la volvió al cuerpo para que permaneciera en él por algún tiempo...

Acabada la Santa Unción, recíbela amorosísimo el Señor entre sus brazos, y la sustenta de este modo... Gertrudis animada de más encendido deseo, vio su alma, que estaba en la presencia del Señor en figura de doncellica muy tierna, devolviendo el aliento que aspiraba, por la herida del sacratísimo costado, a su Corazón melifluo... Y saludándola después con mucha amabilidad le dijo: “¿dónde está mi prenda? A cuyas palabras, abriendo ella con ambas manos su corazón enfrente del de su amado colocado delante de ella, y arrimando el Señor su Corazón santísimo al de ella, la absorbió toda por la virtud de su divinidad, asociándola dichosamente a su gloria, mientras encomendaban el alma de la difunta a Dios, apareció el Señor sentado en el trono de su gloria, haciendo muchas caricias al alma de la difunta, que con mucho contento reposaba en su seno” (El Mensajero de la Ternura Divina V, cap. 4).

Santa Gertrudis es enseñada sobre cómo orar a la Virgen María.

El Señor le insinúa: “Ponte delante de mi Madre que a mi lado estará sen- tada y procura engrandecerla”. Ella oraba y parecía que la Virgen se incli- naba a plantar en el corazón de la que rogaba, varias flores de virtudes; es a saber: La rosa de caridad, azucena de castidad, violeta de humildad, girasol de obediencia y otras por estilo, dando a entender por ello que está dispuesta a favorecer los ruegos de los que la invocan. Al día siguiente haciendo oración de la misma manera, se apareció la Virgen en presencia de la Trinidad, en semejanza de un blanco lirio. Promesa de la Virgen de acompañar en la hora de la muerte a quien la salude así: “¡Oh blanco lirio de la Trinidad, deslumbrante rosa del celestial vergel!” (El Mensajero de la Ternura Divina III, cap. 19).

Impresión de las Santísimas llagas de Cristo

En un invierno encontré en un libro una breve oración que me agradó muchísimo y procuraba repetirla permanentemente y Tú que no desprecias los deseos de los humildes, estabas presente para concederme lo que en esa oración pedía. «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, concédeme anhelarte con todo mi corazón, con un total deseo y un alma sedienta; concédeme respirar en ti, como en el aire más dulce y más suave, y te desee, a ti que eres la verdadera felicidad, con todo mi espíritu y todas mis entrañas. Señor misericordiosísimo, con tu preciosa sangre, inscribe tus heridas en mi corazón, pon en ellas tu dolor y al mismo tiempo tu amor y permanezca en lo íntimo de mi corazón el recuerdo de tus llagas a fin de que se excite en mí el dolor de tu compasión y se encienda en mí el ardor de tu amor. Dame también que toda criatura sea nada para mí y sólo tú seas dulce para mi corazón».

“... Poco tiempo después, en el mismo invierno, después de vísperas, estaba en el refectorio para la colación, sentada junto a una persona a la que, en cierta medida, había revelado algo de mi vida espiritual... En la hora predicha, sentí que, en lo más hondo de mi indignidad, yo recibía todo lo que en una oración había pedido, esto es, que en lo interior de mi corazón y, por así decirlo, en los lugares determinados, se imprimían los estigmas, dignos de respeto y de adoración, de tus santas llagas, llagas por las cuales tú has sanado mi alma y la has embriagado con el néctar de tu amor. Pero a pesar de esto, no halló mi indignidad agotado el abismo de tu misericordia que no recibiera del caudal de tu libérrima generosidad aquel don digno de eterno recuerdo y fue que cuantas veces al día pretendiese venerar en espíritu las señales de esta amorosa impresión, rezando los cinco primeros versos del salmo Bendice alma mía al Señor (Sal 102), nunca pudiera quejarse de haber sido defraudada de algún especial beneficio” (Lib. II, cap. 4).

Condescendencia del Señor y participación

“Después vio al Señor de los ejércitos bajar por una escale teñida de rojo y luego se le apareció en medio del altar de la iglesia, revestido con los ornamentos pontificales y teniendo en sus manos una píxide parecida a las que sirven habitualmente para guardar la hostia consagrada. Durante la misa, hasta el prefacio, permaneció sentado de cara al sacerdote. Y una gran multitud de ángeles, que llenaba completamente toda la parte de la iglesia que estaba a la derecha del Señor...

Durante la entonación del Gloria, el Señor Jesús, Pontífice supremo, exhaló hacia el cielo, para gloria del Padre, un soplo divino semejante a una ardiente llama. Y a las palabras: «Y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor», dirigió a todos los presentes el mismo soplo, bajo la forma de una luz blanca. Luego, al «Levantemos el corazón», el Hijo de Dios se levantó y, como si ejerciera sobre ellos una poderosa atracción, arrastró hacia sí los deseos de todos los presentes. 

Después, volviéndose hacia el oriente, escoltado por todas partes de innumerables ángeles, se puso en pie con las manos en alto y ofreció a Dios Padre, por las palabras del prefacio, los votos de todos los fieles. A continuación, a la entonación del «Cordero de Dios», se alzó con toda su majestad sobre el altar y al segundo «Cordero de Dios» derramó, en lo más íntimo de cada una de las almas allí presentes, su insondable sabiduría. Y al tercer «Cordero de Dios», dirigiéndose hacia el cielo y llevando en sí mismo los deseos y los votos de todos, los presentó en ofrenda a Dios Padre. Después, conforme a su infinita bondad, con su sagrada boca dio el beso de paz a todos los santos allí presentes. Sin embargo, con el coro de las vírgenes quiso tener una predilección especial, que no había tenido con los demás: tras el ósculo de paz, les concedió también el privilegio de depositar en sus pechos un beso infinitamente dulce. Después de esto, el Señor, derramándose todo él en suave amor divino, se entregó a sí mismo a la comunidad con estas palabras: «Soy todo vuestro, en propiedad. Por lo tanto, goce cada una de vosotras de mí en la medida de sus deseos» (Lib. III, cap. 17).

Jesús le muestra la visión de su propia muerte

“A la hora de Nona, para atender sólo a Dios, con fervorosa intención, re- zando para sí misma, cual si estuviera agonizando, todas las oraciones re- cogiéndose en la tranquilidad de su espíritu, el Señor le mostró su tránsito de este mundo: Le parecía que recostada en el seno del Señor y sostenida en su brazo izquierdo, y descansando sobre su Corazón deífico, agonizaba en semejanza de tierna doncella muy delicada y admirablemente ador- nada...”

“Muéstrale el Señor así un viernes un dichoso tránsito. Asisten a Gertrudis enferma, la Virgen y el Ángel de la Guarda. San Miguel lanza a los demo- nios que armaban asechanzas a Gertrudis. Se extrema en agasajos San Juan Evangelista. La brindan las vírgenes con sus merecimientos. Absorbe en sí dichosamente el Hijo de Dios al alma de Gertrudis.

El relato presente es una exposición mística de la muerte de Santa Gertru- dis, del mismo modo que toda la obra es asimismo historia mística de su vida. La narración, parece haber sido escrita poco antes de la muerte natu- ral de la santa hacia el año de 1392” (Lib. V, cap. 32).


Retablo de Santa Gertrudis

El retablo de Santa Gertrudis ubicado junto al púlpito, en el muro de la epístola, es barroco, fechable en los últimos años del siglo XVII. 

El retablo  destaca por la selección y bella ejecución de los momentos importantes de la vida de Gertrudis y su importancia a la hora de evaluar su itinerario místico, sus cualidades como monja benedictina y las aspiraciones de su alma. Son varias las “estampas” que aparecen rodeando el cuadro que se halla en el centro del retablo:  en el centro se encuentra el gran lienzo de Santa Getrudis, luego, en la hornacina que rodea el retablo hay once escenas de la vida de la santa y sus Revelaciones.  En el banco del retablo se dispone de una escultura de Cristo yacente de la misma época. Y en la parte superior del mismo lienzo se encuentra labrado en madera el corazón de la santa con el Niño Jesús.

La pintura detalla escribiendo sus revelaciones: "En el interior de su celda, sentada ante una mesa con libros, papeles y útiles de escribir, bellísimo bodegón, la santa en éxtasis y actitud declamatoria, lleva en su mano derecha la pluma, mientras que sobre su pecho aparece su atributo personal: un corazón en llamas con el Niño Jesús en su interior. Por delante un angelito lleva el báculo, atributo de abadesa, lo cual es una confusión, puesto que Santa Gertrudis la Magna nunca ostentó este cargo. La confusión es con su abadesa que también se llamaba Gertrudis. En el fondo, por una puerta entreabierta, dos monjas observan a la santa. Y, arriba en el cielo, el Padre Eterno contempla a la Santa y al Espíritu Santo, blanca paloma, que planea sobre la cabeza de la monja escritora. Dos grupos de angelitos completan la composición, destacando el bellísimo de la derecha, con una pequeña orquesta con querubes que tocan y cantan”. Enrique Pareja.


Estas son las once pinturas que recrean todo el contorno del altar,
y  el Corazón de la Santa, en madera, que está en la parte superior del lienzo central.