Santa Lutgarda de Aywiéres

En 1194, con 12 años, sus padres la ingresan en le Monasterio de Santa Catalina de Saint Trond (Bélgica), para que las monjas benedictinas la formasen para el matrimonio. Era una chica muy hermosa, valiosa, inteligente, vanidosa y coqueta, con una valiosa personalidad.

Un día decisivo: Cuando un noble galán le ofrecía propuestas de amor, tuvo una visión: vio a Cristo que con su mano llagada señalaba su corazón herido. Con brusquedad, despachó al chico, y aunque intentaba justificar la visión como si fuese un sueño, era algo que la martillaba… ¿Cómo amar Aquel corazón herido y amarle como Él me ha amado?Este le da la respuesta que necesitaba: Con un amor sin medida, citando a San Bernardo.

De colegiala a monja… de “loca por los hombres”, como dirían las monjas que la conocían, a una amante de Cristo hasta las últimas consecuencias. Sólo la abadesa sabía la verdad de su corazón. El temor a que su fervor disminuyera, tras las críticas de las monjas que la veían muy adelantada: escoba nueva barre muy bien… la Virgen María la consola con estas palabras: lo que tu temes no llegará a ocurrir. En lugar de ello, bajo mi protección, tu fervor irá en aumento”

Profesó, en 1201, los cinco votos benedictinos tras su año de noviciado.

Siendo profesa, entre las monjas se rumorea sus visiones y muchas la miran con sospechas… estos hace que viva en gran soledad, pese a sus grandes dotes para la amistad, la cual no podía surgir en un ambiente de sospechas y desconfianzas. Terreno que el Señor usó para que profundizara cada vez más en la vida que había prometido vivir, conociendo una gran intimidad con Dios.


"Dios es lo único que no se busca en vano, ni siquiera cuando no se le encuentra”. “Si sois tan bueno para quienes os buscan ¿qué no seréis para quienes os hallan?”  dirá San Bernardo. Así, Lutgarda buscó y halló. Aprendiendo lo que es en verdad la vida litúrgica.


La vida litúrgica es algo más que vivir para Dios,  o vivir con Dios. La esencia de la vida litúrgica puede ser  vivir para Dios, o vivir con Dios, pero la quintaesencia consiste en permitir a Cristo vivir en uno.



“Aquí están mis manos, ¡oh Cristo, trabaja con ellas!

Aquí están mis pies, ¡Oh Cristo, dirígete con ellos adonde desees!

Aquí están mis labios para que todavía puedas cantar a Dios Padre, alabarle y orar desde esta tierra.

Aquí, ¡oh Jesús!, están mi pobre corazón y todos los miembros de mi constitución humana; con ellos y en ellos y a través de ellos, vive, sufre, sacrifica, muere… para que Dios pueda ser glorificado y las almas de los hombres conocer la vida”

Un día el Señor le dijo:

- ¿Qué desearías que te diera Lutgarda?

- Señor, deseo tu corazón.

- ¿Que quieres mi corazón? Soy Yo el que deseo el tuyo.

- Tómalo -repuso Lutgarda y se llevó a cabo el cambio.

Pasados cuatro años en que Lutgarda había ingresado como monja en el monasterio y ya, por unanimidad, la eligen priora del mismo. La sencillez de Lutgarda había desarmado a sus hermanas más escépticas que, aunque algunas no estaban por aceptar sus revelaciones, ninguna ponía en duda su verdadera búsqueda de Dios. Así, comenzó a servir a sus hermanas con un gran celo.

La situación política de la Europa del s. XIII era muy convulsa… lo cual lleva a Lutgarda a tener un gran deseo de consolar a Cristo… pero, ¿cómo?

Juan de Liro, sacerdote de la diócesis de Lieja, tras escucharla, le dice: Retírate al convento cisterciense de Aywiéres, en Brabante.

Le agradó ir a un monasterio cisterciense, caracterizado por la sencillez y austeridad en sus casas… pero el sitio no, pues allí se hablaba el francés que no conocía.

Le faltó fe para creer que eso fuera la voluntad de Dios. Es más, ¿no había hecho voto de vivir y morir en Santa Catalina? Y ¿no había sido elegida priora legalmente? ¿cómo podía abandonar aquel lugar de una manera justa?

Sólo tomó la decisión cuando Cristo en persona se le apareció, diciéndole tajantemente: Vé a Aywiéres. Esa es mi Voluntad. Si no vas, te abandonaré.

De este modo, Lutgarda empezó a vivir la vida cisterciense: levantarse muy temprano, rezar las Vigilias, hacer la lectio en el claustro helado en invierno… más tiempo de huerta que en la Iglesia, lo que no hacía en Santa Catalina…

Para muchos, esa retirada era vista, humanamente, como enterrarse en vida, pues poseía grandes cualidades que allí ya no podía ejercer.

Aquella vida de sencillez complacía a Lutgarda, pero lo que ganó por completo su corazón fue su rudeza, pues descubrió que de ese modo podía amar sine modo. Hasta entonces, había descubierto su vocación como una llamada a la adoración… así lo hacía como benedictina, con horas prolongadas en los Oficios y demás celebraciones litúrgicas… ahora, en cambio, podía ser penitente por los que no hacen penitencia; ser víctima por los que han caído víctimas del demonio, el mundo y la carne; sacrificarse por los que no se sacrifican. Ahora, su adoración era por aquellos que no adoran. Lutgarda llegó a comprender que el segundo mandamiento es igual al primero, ya que el amor a Dios se desbordaba en un amor ardiente por todos los hombres.

En 1235, en respuesta a las peticiones de Lutgarda de participar de un modo más pleno en la Pasión, de modo que su vida fuera una “misa” perfecta, Dios quitó de sus ojos la vista.  

Thomas Merton, en su biografía de la santa, informa que ella tenía una particular devoción a Santa Inés, la virgen y mártir romana. Un día ella estaba rezando a Santa Inés, cuando “de repente una vena cerca de su corazón estalló, y por medio de una herida abierta en el costado, la sangre comenzó a derramarse, empapando su túnica y capucha”. Lutgarda conservó el resto de su vida, la cicatriz de esa herida.

Luego apreció otra estigmatización: sudaba gotas de sangre cuando interiormente pensaba en la Pasión de Jesús.

Dios le dijo un día: “Tus trabajos han terminado, Lutgarda. No puedo soportar que estés por mucho tiempo separada de Mi. Pero en este último año te pido tres cosas: primero, que des gracias constantemente por los favores que has recibido de Mí durante toda tu vida; segundo, que ruegues sin descanso por la salvación de los pecadores, y, por último, que te consumas en una llama cada vez mayor de deseo de unirte conmigo”.

El 16 de junio de 1246, Cristo vino a ella por última vez en la tierra.